Porque había algo más que unas paletas y unas pelotitas livianas como el aire. La visita de los deportistas allanó el camino para que el entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, viajara a China en febrero del año siguiente, rompiera el aislamiento milenario de ese país vasto y enigmático y permitiera que China se incorporara al mundo con su gigantesco mercado de más de mil millones de seres humanos. Nixon también puso mucho de su parte: en 1960, cuando era vicepresidente de Eisenhower, había jurado que en una eventual presidencia suya, Estados Unidos no negociaría jamás con la China comunista.
Ambos países habían roto relaciones a fines de 1949, luego de que en octubre de ese año Mao proclamara la República Popular China. Durante dos décadas, los 50 y los 60, Estados Unidos y China fueron enemigos implacables. Chocaron en las trincheras de la Guerra de Corea y durante la larga guerra de Vietnam también estuvieron en bandos opuestos. Las diferencias se mantuvieron hasta finales de los 60, cuando el Partido Comunista Chino empezó a repensar su política hacia los Estados Unidos.
La historia oficial de lo que fue el primer paso en el restablecimiento de relaciones entre Estados Undos y China, cuenta que a inicios de abril de 1971, durante el Mundial de Tenis de Mesa de Japón, que se celebraba en Nagoya, el jugador americano Glen Cowan perdió el micro de su delegación que lo llevaba al hotel y quedó casi al descampado en el centro deportivo a punto de cerrar. Uno de sus rivales chinos le hizo una seña y lo invitó a subir al bus de su delegación. Cowan, que de guerra fría entendía poco pero era consciente de lo que implicaba el gesto, trepó al micro y durante diez minutos de un viaje de quince, la tensión se cortaba con una paleta de ping-pong.
Entre el 11 y el 17 de abril de 1971, el equipo chino y el norteamericano se enfrentaron en varios amistosos.
Hasta que Zhuan Zedong, tres veces campeón mundial y duro rival de los americanos en ese Mundial, apareció por detrás de Cowan con un regalo, lo primero que encontró a mano: un pequeño retrato en seda de las montañas de Huangshang. Qué hacía ese retrato en poder de Zedong, es todavía hoy un misterio. Pero así lo contó él mismo en 2007, ante el USC U.S.-China Institute. Cowan quiso retribuir la atención, rebuscó en su bolso y sólo encontró un peine. «No te puedo regalar un peine», le dijo a Zedong, vía traductor. De modo que al llegar al hotel de Nagoya donde se hospedaba la delegación americana, y ante decenas de periodistas que ya sabían que había un americano entre los chinos y estaban esperando registrar esa llegada, Cowan compró una remera con el símbolo de la paz en colores rojo, blanco y azul, los de la bandera de Estados Unidos, que tenía una leyenda: «Let it be», título de la legendaria canción de Los Beatles, que así también jugaron su papel en la Guerra Fría.
Uno de los periodistas le preguntó entonces a Cowan, mientras estallaban los flashes: «¿Le gustaría visitar China?» Y Cowan, que no era tonto, dijo «Me gustaría visitar cualquier país que no conozco: Argentina, Australia, China, cualquiera que no haya visto antes.»
Lo demás, se solucionó en cuarenta y ocho horas. Llegó la invitación, viajaron los deportistas y funcionarios junto a un grupo de periodistas y empezó la diplomacia del ping pong. Tres meses después, Henry Kissinger viajó en secreto a Pekín, que así se llamaba entonces y no como ahora, Beijín, para preparar la visita de Nixon de febrero de 1972. Fue una visita histórica en la que Nixon se abrazó con Mao y con el primer ministro Chou En Lai. China y Estados Unidos mejoraron en mucho sus relaciones comerciales, aunque Washington no reconoció a su flamante amigo hasta 1979, cuando el primer ministro Deng Xiao Ping inició su apertura al capitalismo.
Los escépticos de siempre dudan mucho hoy de la historia oficial y elucubran en cambio una serie de previas maniobras diplomáticas secretas, un arduo trabajo de las agencias de inteligencia de los dos países y una base de acuerdos elementales ya atados antes del encuentro casual, los regalitos y la invitación a dirimir honores ante una tabla de tenis de mesa.
Para esos escépticos, que aseguran con razón que chinos y soviéticos jamás se desafiaron a nada para mejorar relaciones, habló Zedong ante la televisión china. Lo hizo para ampliar sus sentimientos de aquella tarde de hace cuarenta y cinco años, cuando era un joven y brillante deportista: «Yo crecí con el eslogan «¡Abajo con el imperialismo!», así que estuve diez minutos en ese micro preguntándome si estaba bien hacer algo con mi enemigo número uno. Recordé que Mao se había encontrado en 1970 con el periodista americano Edgar Snow, que escribió varios libros sobre China, y le había dicho que era hora ya de poner su esperanza en el pueblo estadounidense. Entonces empecé a buscar algo que regalarle a Cowan y encontré en mi bolso ese pequeño retrato en seda de las montañas de Huangshan».
Tal vez sea verdad que los grandes conflictos precisan a menudo de pequeños gestos.